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Comer...

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...y rodar

Nunca antes había oído una guerra sonora tan despampanante. Era otra mañana de domingo. La música me zumbaba en los oídos. ¡Cuántas melodías, cuántos sonidos! Todos se entrecruzaban, se enredaban, sonoros, altos, bajos. ¡Cuántas voces! ¡Cuánta gente gritando! Cada vendedor quería llamar la atención y sin saberlo constituía una mínima parte de un paisaje sonoro lineal que ondeaba arriba-abajo-arriba-arriba-abajo y por las calles perpediculares se filtraba, zumbaba, invitaba, confundía, perturbaba. ¡Qué confusión! ¡Cuánta gente gritando, cuántos parlantes, cuántos micrófonos, cuántos niños, cuántas risas, cuántas ruedas, cuántas bicicletas! Monociclo, niño, carrito, papá, mamá, cachucha, vendedor, montaña de mangos, de aguacates, de ciruelas, de chontaduros, de limones, naranjas, mamoncillos, mazorcas, salpicones. ¡Cuántos olores, cuántos sabores, cuántos colores! Humo, olor a carne asada, hamburguesas, mazorcas doradas, perros calientes, arepas rellenas, chorizos a las 9, a las 10, a las 11 de la mañana. Trotar, correr, pedalear y mucha, mucha, mucha grasa comer y bajar.

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Varios compraban jugos de naranja sobre sus bicicletas e hilaban una que otra conversación con los vendedores. Eran los mismos hacendosos que en los otros días de la semana  tantos ejecutivos conocían y alimentaban. Humo, parrillas, muchos mercaderes con coloridos y móviles puestos de trabajo inundaban el espacio. Y rodaban las bicicletas, los patines, monopatines, patinetas, sillas de ruedas, carritos de infantes, e incluso algunos eran manejados por hombres sin piernas pero con fuertes brazos. Y en las plazas volaban burbujas que el viento dirigía hasta explotarlas en mi piel después de hacer un colorido y semitransparente recorrido; había yamas y caballos, cuentachistes y cómicos payasos. Las escaleras eran las graderías y la Séptima un escenario abarrotado de curiosos personajes: el Gato con Botas, Piolín, un pitufo y hasta una bandada de extraterretres. Había seres inmóviles -  hombres-estatua - que sólo saludaban o algún gesto articulaban si tronaba una moneda en una lata. "¡Qué sol, qué calor!" ¿Cómo harán para estar allí tan calurosamente disfrazados? Niños los tocaban y saludaban, mientras que un barrendero levantaba polvo mientras aseaba, cuidaba y acariciaba la ciudad. 

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Vi varias niñitas sonrientes que sobre el timón de sus padres se movían frenéticamente. Vi licras apretadas color fucsia, color marrón, rosa chicle, naranja, verde limón. Qué deportivos se veían. Cuántas gafas oscuras, gorras, tenis blancos, bicicletas vistosas. Se entiende Bogotá, se entiende el por qué de esta salida a las calles, la importancia de los domingos salir a pedalear, trotar o patinar. La ciudad les presta por un día sus caminos, desplazando los vehículos privados, los buses, los supuestos tranvías turísticos.  La única ya peatonal -La Séptima - se sentía explotar en mil estímulos: a mis ojos, oídos, lengua, manos y nariz era evidente cómo La Ciclovía no era sólo salir a pedalear; era un encuentro social, gastronómico, recreativo, deportivo, musical, histórico, de espectáculo, tiempo libre, festejar. Muchos aprovechaban para entrar a los museos del Centro o se quedaban afuera divirtiéndose con lo que pasa en la calle, con el "teatro callejero" y algunos hombres disfrazados de mujeres.  Estaban sobre la calle los mismos personajes de días laborales, pero el ambiente tenía un matiz diferente, de ocio y sin afanes. Juego y diversión eran indispensables no sólo para niños o jóvenes. Adultos jugaban, reían y patinaban. Era raro encontrar a algún solitario, algún vagabundo o triste encorvado.

Las campanas del helado repicaban dentro de la guerra de sonidos y canciones deportivas de tierras lejanas aullaban a todo volumen. Líquidos coloridos ondeaban con el andar de los carritos que los transportaban. Sobre el rugoso asfalto o los andes roídos por tanto tiempo, tantos pasos, tantos bogotanos un mar de sabores y olores se balanceaban nauseabundamente, intensamente, deliberadamente. La Ciclovia sabía rico.

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Eran las 2:30 pm y los oficiales anunciaban el fin de la Ciclovia. Un poco de ajetreo se sintió en el ambiente, pero pocos abadonaron el eje. Comercio por doquier, tapetes llenos de checheres, aún más vendedores, aún más flujo de personas, más gritos, más relajo inundaban todo el ambiente. Un señor jugaba ajedrez con media nalga sobre su bicicleta, unas chicas una nueva coreografía presentaban, varios perros con sus humanos se seguían ejercitando. Más y más sonidos, más competencia sonora, de adentro hacia afuera, de los negocios abiertos, de los móviles parlantes, de los nómadas transeúntes-carrito-montaña de platanos. Y ví cómo aparecían personajes con televisores, pantallas y parlantes, y la Séptima era ahora un lugar de proyección de conciertos de otros espacios, otros tiempos; era mercado de compra-venta de videos y discografías, de películas pirata y musicales viejos y averiados.

Me encontré seres alados brotando en el espacio, trozos de árbol usados como lugar de información política, materas y bolardos como sillas, músicos y bailarines delirantes e ilustres comediantes. Estaban todos esos artistas, los creativos, los oficialmente desempleados, pero un domingo inoficialmente ocupados. Domingo de Ciclovía, día de todos y todo, de cada día en ese espacio entretejido, reverberado, animado, simultáneo. Todos los días en uno, toda la semana allí, todos ellos, todos, todos, todos, todos menos los que en su club un domingo se encierran, los que la Ciclovía como un plan de "guisos" encuentran.

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